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domingo, 15 de noviembre de 2020

Spacio K: La infancia y la pérdida de un ser querido: Entre la sabiduría de un pueblo



Desde niña acostumbré acompañar a mi tía-abuela a los funerales, novenarios y entierros; como lo llaman en nuestros pueblos andinos de Venezuela. Más que por aquella escena funesta, lo hacía porque me gustaba recitar la devoción del Santo Rosario. Desde temprana edad podría asegurar que fue la mejor herramienta de fe, moral y psicológica que aprendí para conectarme positivamente con la muerte y con otros acontecimientos de la vida.

A pesar de ser una niña, contaba con apenas siete u ocho años, máximos; me regocijaba poder consolar y reconfortar a otros, al menos, por unos minutos. Llegábamos a la sala de velación, entiéndase por lo general en una casa del pueblo, nos sentábamos frente al féretro y con esa plegaria que elevábamos al cielo, honrábamos al difunto y parecía que descendía la serenidad. Si digo que recuerdo la primera vez en la cual vi un cadáver, mentiría.

Reconozco ahora que fueron muchos los que con morbo presencié; me llamaba la atención observar la palidez del rostro, la aridez que se empezaba a apoderar de la piel, el vestuario, y ver como las manos juntas imploraban perdón con una flor, una camándula o una cruz enredada entre los dedos. Las noches de esos días de duelo, así no fuera de alguien cercano, me desvelaba. Esperaba a que el cadáver del difunto me asustara, se posara en la puerta de la habitación o me halara los pies. Estas fantasías nunca ocurrieron, pero yo en mi imaginario jugaba con ellas, como quien espera que algo ocurra para luego tener una historia fascinante, espeluznante y entretenida que contar. Mi mamá dice que varias veces tuvo que ir a citas con mis maestras de primaria, porque me acusaban de ser bastante conversadora con mis compañeritos. Tal vez, era mi forma de drenar la angustia natural que se respiraba en aquellos lugares de duelo.

Años más tarde, o mejor dicho, en la medida en que los años fueron transcurriendo tuve que enfrentarme la muerte de mi abuelo paterno, de un tío muy querido quien se suicidó, de mis tías segundas ya viejitas y así sucesivamente, de amistades cercanas. Hasta que plummm!!! llegó la muerte de mi tía-abuela; a quien mencioné en un principio, ella fue como mi segunda madre, la de tíos con quienes compartí vacaciones, viajes, fiestas, conversaciones, lecturas, navidades, semanas santas, en fin, y hace poco tiempo: Pam! Plam! Plum! visitó a mi familia, de una manera agresiva, la muerte de mi papá.

Un cáncer terminal, aparentemente asintomático, en trece días a mi papá le arrancó la vida y a nosotros en casa, parecía que las entrañas. Yo añoraba poder disfrutar de mi padre, como uno dice hasta tenerlo chochito, así anduviera con su garrote o bastón, llevarlo a viajar por lugares a donde nunca había ido y que envejeciera en compañía de mamá. Pero, la vida dispuso una ausencia que para mí y mi familia fue temprana.

Recuerdo que ese mediodía cuando los médicos nos informaron sobre el deceso, de mi garganta salió el grito de un nooo! desgarrador, sentía que se estremecían las paredes de la clínica y que en ese momento, el mundo se derrumbaba. Si, esa fui yo. Los psicólogos también sufrimos. Tuve que reponerme pronto, pensar en mi madre, en mis hermanas, mi sobrino y en el resto de la familia que nos acompañaba, hacer una pausa en medio del dolor y disponerme para hacer los trámites funerarios, gestionar el traslado y el papeleo legal. No fue nada fácil, pero como hermana mayor lo asumí.

Puedo decir que la vida familiar experimentó un sismo afectivo, varios aspectos de la vida familiar sufrieron una transformación; mi padre era una columna sumamente importante para nosotros. Mi madre estaba devastada, mis hermanas, pero elegimos contra viento y marea, y juntas, seguir adelante. Nos tocó además de estar en duelo, aprender a elaborar el duelo, descubrir el significado de este evento tan seguro desde el día de nuestro nacimiento, y al mismo tiempo, hacia el que se siente tanta aversión.

Dice Yalom: “La muerte y la angustia por ella provocada son fenómenos profundos, difíciles de describir y comprender, que no se presentan por primera vez o no son exclusivos de experimentar en la vida adulta. Por el contrario, están arraigados en nuestro pasado y sufren diversas transfiguraciones, a lo largo de todo su trayecto”.

¿De qué va todo este compartir? Paso a explicarte: en la atención psicológica de familias que atraviesan por procesos de duelo he podido percibir que existe una marcada discrepancia y a veces, negligencia, entre la importancia que tiene la muerte para el niño y la atención que se le presta, esto incluye a la familia y a la escuela, por ejemplo. Me he encontrado con expresiones como las que sigue: “los niños no saben”, “ellos no lo sufren”, “ellos no lo sienten”. Pues, ¡Mentira! ¡Lo saben, lo sufren y lo padecen!

Yalom, menciona algunas conclusiones sobre la labor clínica y de investigación de Silvia Anthony, quien plantea las siguientes conclusiones sobre el proceso de duelo en la infancia:

✅ Los niños ante la muerte experimentan una gran preocupación. Se trata de un enigma que para ellos es importante resolver, porque les genera temor, desamparo y una sensación impotente de destrucción.

✅ Los niños se preocupan por la muerte, mucho antes de lo que los adultos creen.

✅ Los niños desarrollan el concepto de muerte de acuerdo a etapas.

✅Los niños algunas veces son sometidos a estrategias que los hace incapaces de crecer enfrentando con tolerancia hechos desnudos de la vida y de la muerte.

¿Cuál podría ser para hoy una de las enseñanzas sobre esta reflexión? Cierto, la muerte es un tema difícil de abordar en los niños y por las familias. No hay recetas, cada caso es diferente; sin embargo, podría ser valioso considerar: puede que el niño, por no haber desarrollado defensas apropiadas, sufra alguna alteración; el apoyo de los adultos es necesario para que aprendan a manejar la angustia que les genera; hay eufemismos como “se quedó dormido”, “se ha ido al cielo” o “está con los ángeles” que solo hacen confundir. Los niños no ignoran el tema de la muerte, y tal como sucede con lo referente a la vida sexual, puede que encuentren otras fuentes de información mucho menos fiables y más terroríficas que la realidad.

Sostiene Artaráz: “A los niños no hay nada que les impida el dolor y el sufrimiento de una pérdida, sobre todo, si es significativa. Cuando se les excluye de esta experiencia pensando que así van a ser más felices estamos evitando que desarrollen las habilidades necesarias para enfrentarse a situaciones que inevitablemente van a tener que afrontar en su vida, y además, les estamos enseñando que afrontar los sentimientos no es bueno, que deben fingir u ocultar sus emociones. La mejor manera de protegerlos es comunicárselo con un lenguaje adecuado con su edad, incluirlos en las actividades familiares y darles espacio para que se expresen y compartan emociones, rituales…siempre acompañados por una persona adulta”.

Hoy quiero pedirte, en nombre de los niños devastados por la muerte de un ser querido, que si desconoces cómo manejar una situación parecida y que genera tanto sufrimiento, busques ayuda de un profesional debidamente calificado. Te aseguro que su estado de bienestar mejorará, recibirás herramientas que te ayudarán y con las cuales, también podrías tender la mano a otros.

Bendecida semana!

Marielisa Pacheco Montilla. Licenciada en Psicología Mención Clínica.
Burbusay, Boconó, estado Trujillo, Venezuela.

Bibliografía
1. Artaráz, B. García, E. y González, F.: “Guía sobre el duelo en la infancia y en la adolescencia”. Colegio de médicos de Bizkaia. 2017.
2. Yalom, I.: “Psicoterapia Existencial”. Nueva York, EE.UU. Editorial Herder. 1980

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